MCV: Cuéntanos de tu juventud y cómo te decidiste por las ciencias:
IMV: La ciencia nunca fue aquello que resultase más fácil para mí. Al contrario. Por alguna razón quedó en mi memoria la primera vez que tomé una clase de ciencias. Fue en el sexto grado de la escuela elemental Ignacio Miranda en Vega Alta, Puerto Rico. Era la primera vez que algo me resultaba difícil y no me salía bien. Era la primera vez que un concepto no me resultaba fácil de pensar. No sé por qué decidí que aquello que me daba miedo era sobre lo que debía verter toda mi curiosidad, pero así ocurrió.
Mi vida sería más fácil si solo hiciera lo que me resultara más fácil y más natural, pero me gusta el modo en que siento que mi cerebro se expande, inclusive como si la expansión fuera física, como un músculo cuando uno hace ejercicios. Y me gusta esa sensación. Realmente me hace sentir que estoy totalmente viva. Tal vez es que me provoca cierta seguridad saber que hay cosas, datos, que son reproducibles no importa quién seas ni dónde estés, y que sirven de explicación a los fenómenos que observas en el mundo. Me gusta saber que existen patrones, estructuras y una organización tangible, comprobable y reproducible. Mi mamá y mi papá no son científicos ni estudiaron ciencias, pero siempre hablaban como estuvieran debatiendo un caso en corte. (Sonríe.) Cada vez que uno de ellos hacía una aseveración, ahí llegaba siempre el otro a cuestionarle lo que había dicho.
El argumento no podía ser especulativo: quien dijera algo debía tener la manera de comprobar la veracidad de lo que proponía como cierto. La ciencia, entonces, era la única disciplina que tenía un método del cual uno siempre podía depender para asegurarse de que podía explicar lo que decía, lo que veía, lo que pasaba, y cómo podía reproducirlo.
MCV: ¿Cuándo comenzaste a escribir poemas?
IMV: Tengo la copia de un poema que escribí cuando tenía cinco años. Era un poema para mi mamá. Recuerdo que mi mamá leía mucha poesía —ella lee mucho—, y recuerdo que cada vez que alguien en alguna parte se disponía a deshacerse de libros, a quien primero se los ofrecía era a mi papá. Así conseguíamos la mayor parte de los libros que teníamos, que eran de diversos géneros y de temas heterogéneos. Hilvanaba historias cortas todas las tardes al salir de la escuela, mientras caminaba de regreso al lugar donde trabajaba mi papá en el pueblo. Al llegar, me apresuraba a escribirlas para no olvidarlas. Así me divertía después de la escuela.
Sonaba la campana y se abría una portezuela. Allí adentro había un mundo mágico y el cuento era mi manera de organizar lo que ocurría. El poema igual. Hacía y deshacía historias. Era un periodo muy mágico, muy placentero, y de mucha libertad en mi crecimiento. Y aspiro a seguir teniendo momentos como ese en la vida, cortesía de la imaginación.
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