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Ilustración: A. Green-Vargas (2016)

 

Se aproximaba la hora de recoger al niño en el cuido. Es increíble la cantidad de horas perdidas sin acumular un solo punto a su favor, pensaba Tina. Al menos se había asegurado de recoger algunas sorpresas que pensaba podrían ser del agrado de Jacobín. Tenía sólo tres años pero, a tan temprana edad, Jacobín manejaba muy bien las estrategias del juego. Al menos de eso estaba convencida Tina. Es por eso que, mientras compraba el almuerzo —la preñez le había dejado últimamente sin deseos de oler ingredientes de comida—, había pensado comprar algunas cosillas para el niño. Se disponía a pagar la comida cuando avistó, cerca de la caja registradora, unas bolsas transparentes que contenían panecillos que lucían deliciosos. Las tomó en su mano y, tras inspeccionar el producto brevemente, decidió no gastar más dinero. El dueño de la tienda aprovechó su titubeo para persuadirla. “Son frescos esos panecillos, ¿sabe? Yo mismo los preparé esta mañana”. Ante esto, cómo negarse, pensó Tina. Además, ¿a quién no habría de gustarle un par de panecillos frescos? Así que los compró. Y ahora la hora cero estaba por llegar. Nadie podía anticipar lo que le esperaba hoy al recoger a Jacobín. Podía ser que estuviera de buen humor la criatura, como también podría ser lo contrario. Tina sabía bien que debía prepararse en caso de que ocurriera esto último. Era necesario repasar las estrategias. No era un juego para ella, en realidad. Quería ser buena madre. Si no podía llegar a ser nada más en este mundo, entonces debía ser la mejor madre. De eso no tenía duda alguna. Quería que Jacobín la quisiera mucho. Deseaba que Jacobín, cuando llegara a grande y se convirtiera en adulto, él casado y con hijos, ella una vieja marchita y dependiente, tuviera piedad de ella y la cuidase. “Cuando tú seas grande, Jacobín”, le preguntaba Tina todas las noches antes de acostarlo a dormir, “¿no me vas a poner en una casa de viejitos, verdad que no? Me vas a cuidar en tu casa”. La mayor parte de las veces, Jacobín decía que sí. “Sí, mamá”. Y Tina proseguía. “¿Me lo prometes?”. Jacobín volvía a responder que sí, y ahí terminaba eso. Recientemente, sin embargo, Jacobín había alterado el libreto.

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